Perfil
¡Óyeme carajo!
Un costeño entre el archivo y el olvido
Desde la altiplanicie cundiboyacense uno solo puede entrever algunos apellidos que se encallan en la arena, arrastrados por la espuma que traen las olas del mar Caribe: los Araujo; Barros; Dangond; Dávila; Daza; Díaz-Granados; Emiliani; Falqués; Goenaga; Grau; Juliao; Lacouture; Lemaitre; Obregón; Pumarejo; Quiroz; Revollo; Santo Domingo; Sourdis; Vengoechea; De Zubiría. Todos representan castas
colosales de la cultura de este país. Y cada una de ellas lleva muy en su raíz La Costa, la tierra del pechiche, del mar que quita las penas; la de las parrandas, el jején, y el ron entre acordeones.

Hablar de costeños en tierras cachacas es meterse en la boca del lobo. Un lobo hambriento, un lobo ajuiciado por la pugna entre el océano vasto y poético, y la frialdad de las tierras altas enruanadas. Desde la altiplanicie cundiboyacense uno solo puede entrever algunos apellidos que se encallan en la arena, arrastrados por la espuma que traen las olas del mar Caribe: los Araujo; Barros; Dangond; Dávila; Daza; Díaz-Granados; Emiliani; Falqués; Goenaga; Grau; Juliao; Lacouture; Lemaitre; Obregón; Pumarejo; Quiroz; Revollo; Santo Domingo; Sourdis; Vengoechea; De Zubiría. Todos representan castas colosales de la cultura de este país. Y cada una de ellas lleva muy en su raíz La Costa, la tierra del pechiche, del mar que quita las penas; la de las parrandas, el jején, y el ron entre acordeones.
Tarea brava hablar de costeños de casta. Sin embargo, la tarea es más ardua cuando al costeño en cuestión se le ha ido La Costa a una languidez de árboles genealógicos y pilas de libros imposibles de ordenar. Gustavo Ramírez Ariza no lleva la costa en sí mismo, o no como esos costeños que cuando caminan los persigue la brisa salina, o el calor apoteósico caribeño, o un dejo de acento fiestero, corroncho, afable. En él vive una costa nostálgica que él mismo se encarga de revivir cuando habla de sus amigos, cuando la anécdota lo lleva a alguno de los 22.346 libros de su biblioteca, o cuando, de manera obstinada, habla de Gabriel García Márquez como si fuera cualquier primo en tercer grado del que guarda dedicatorias en libros custodiados en el cajón de la ropa interior.
Gustavo Ramírez Ariza. Es Ramírez por su padre Fabio, abogado de la Universidad Libre y magistrado de la sala auxiliar Penal de Valledupar en los sesenta; y Ariza, de los Ariza del Valle de Upar, los Ariza emparentados con los Cotes: Enrique Manuel Ariza Oñate y Josefa Cotes Ovalle, ambos cultos, ambos amantes de la literatura. En los cuarenta, los esposos Ariza Cotes viajaron de Valledupar a Barranquilla con sus hijos buscando mejor vida; entre los ocho herederos resuena Ruth Margarita Ariza Cotes, la recia, la educadora, la antropóloga, la Normalista, la miembro fundador de la Academia de Historia del Cesar, la menor de los hijos del matrimonio Ariza Cotes, la madre de Gustavo Ramírez Ariza.
Ella es una epopeya en la historia de la educación alternativa en el Cesar, y es la sombra que cobija a Gustavo, es el molde inmediato en el que él no ha podido casar. “Mami Ruth”, como le dicen sus pupilos, fue docente de español en el Colegio Loperena en 1965. Luego fundó, en Valledupar, el Colegio Liceo Campestre Disneylandia, que dirigió hasta 1978. Pero su labor pedagógica más grande fue como supervisora del departamento del Cesar, cuando fue asignada a la zona indígena de la Sierra Nevada, donde lideró hasta el 2002 la elaboración y evaluación de un currículo que involucraba lo étnico y la formación de maestros indígenas.
«Los Ariza somos descendientes de los Ariza de San Juan (…) pero el apellido Cotes crea nuevos paradigmas. El Cotes no traga entero. El que tiene el Cotes en la sangre es un tipo que discute, que pregunta el porqué de las cosas, y cambia el paradigma» dice Ruth, en un contundente acento uparense cuando un periodista le pregunta por su ascendencia. Y ella además de explicar cómo la sangre Cotes cambia el paradigma, lo encarna; y además de encarnarlo, lo heredó a su hijo Gustavo; y además de heredarlo, lo hizo leyenda familiar al descubrir su parentesco con Gabriel García Márquez en una búsqueda genealógica particular.
Según Liliana Angulo, de la Radio Nacional de Colombia, en la casa de Consuelo Araujo Noguera, artífice del Festival Vallenato, Ruth le mostraba a Gabo el resultado de la investigación que adelantó para explicarle de forma directa todo el detalle del árbol genealógico de la familia del hito más grande de las letras en Colombia. «Yo había hecho una investigación y fui uniendo papeles y papeles, eran como unos cuatro metros, y los puse sobre una mesa larguísima que había en la sala de la casa de Consuelo Araujo y le fui explicando a Gabo todo el origen materno que era primigenio de la Alta Guajira, de Riohacha, de Barrancas, de Fonseca, de todos esos pueblos venía su genealogía».
El Nobel de Literatura y la Educadora del Cesar se adentraban con detalle en los metros de documentos que mostraban el origen materno de Gabo. Y mientras sus miradas conectaban apellidos, descubrieron que eran parientes. «Resultó que la abuela de él, Tranquilina Cotes Iguarán, era hermana de mi abuelo Lázaro Cotes Cotes. De tal manera que Luisa Santiaga, la mamá de nuestro nobel, que era de Barrancas, La Guajira, era prima hermana de mi madre, Josefa Cotes de Ariza, de esta manera yo vendría siendo prima segunda de Gabo, entonces cuando él sabe todo esto, que somos familia, me escribe una dedicatoria en el libro ‘El coronel no tiene quien le escriba’: “Para Ruth de su pariente comprobado, Gabriel García Márquez”». Así lo cuenta Ruth, reviviendo el momento ocurrido hace 22 años.
Gustavo lo cuenta con un sentir adquirido, genéticamente heredado, como si su relato pudiera poner su cuerpo presente junto a su madre y al primo Gabo, frente a esa mesa, ese documento larguísimo, y ese libro con la dedicatoria que guarda en su biblioteca:
«Gabo quería saber por qué era familia de Poncho Cotes, entonces le dijeron “la que tiene que explicar eso es Ruth Ariza, ella es la que ha hecho estudios de eso”. Y Gabo con un whisky en la mano, cagado de la risa, le dedicó finalmente el libro. A nosotros nos daba pena porque ese apellido Cotes lo tienen Alfonso López, el de los Pumarejo, José Francisco Socarrá, Consuelo Araujo, Gabo… “mamá, ¡eso da pena!” (…) los Cotes originarios venían de El Coro, Venezuela, se asentaron en la península norte de la Guajira, eran los hombres más ricos de la región, los de la concesión de las Salinas».
El comercio en el área de Valledupar y Riohacha entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera década del XX se desarrolló debido a una gran afluencia de inmigrantes que se establecerían posteriormente en la provincia de Padilla, Valledupar, Santa Marta y otras poblaciones del Caribe colombiano, según explica Joaquín Viloria de la Hoz en su estudio acerca del comercio en la guajira colombiana entre 1870 y 1930. Además de los migrantes sefarditas, holandeses, franceses y árabes, también entraron familias españolas por Venezuela como los Daza, Castro, Baute, Ariza y Cotes.
La casta Cotes, que podríamos ahora catalogar como comerciante, es una especie de paraguas que Gustavo jocosamente abre ante sus amigos. Mientras agita presumido su aromática de frutas y le pide una porción de torta de amapola a su librero cercano, César, en una de sus librerías favoritas, a tres cuadras de su oficina en la Jurisdicción Especial para la Paz, en el corazón de Chapinero, en la séptima con 63, su carcajada poco sutil y entrecortada es el preámbulo de la anécdota:
«Hay chistes de eso (…) que mi mamá iba en un avión y lo secuestraron, y ella se acerca a hablar con los secuestradores y les dice:
—¿usted qué apellido es?
—¡Señora, estese quieta!
—Ay, pero dígame su apellido…
—Yo soy Núñez.
—¡Ay, somos familia por el Cotes!
Gustavo tiene pocos chistes en su repertorio, su sentido del humor es limitado, como lo asegura su hija Amalia: «¡Qué graciosos tus chistes!» le confiesa con desencanto y tratando de impostar su voz como lo hace su papá cuando va a decir ocurrencias, «mi papá no es aburrido, pero dice unas cosas tan raritas, como “agua pasó por aquí, cate que no la vi”». Ella, estudiante de grado séptimo en un colegio de educación experimental, con su aspecto empijamado de viernes después de la jornada escolar, acomoda sus gafas redondas de marco rosa, y con una mueca incrédula de adolescente declara que su papá tal vez no tiene nada interesante para contar, sin embargo, sí «conoce mucha gente, pero sus amigos los ve cada cinco años y por lo general tienen harta plata. Son viejitos, parece que están en un ancianato de ricos».
Los dos hacen un pulso, juegan a retarse, mientras esperan el jugo de zanahoria y naranja –con todo el afrecho– que acaban de ordenar en la cafetería de las Torres del Parque. Ella se resiste a perder, e incluso suelta un argumento con su voz esforzada diciendo que debería ganar porque es más joven, solo tiene 12; él se empeña en ser el vencedor, concentrando toda su fuerza y dejándola salir en medio de una carcajada. El jugo de zanahoria llega, él gana. Su sentido del humor sigue siendo limitado.
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Gustavo se desenvuelve prudentemente entre la nostalgia al resumir lo que ha hecho, y la cautela con la que describe sus logros. Los ha tenido: son tesoros convertidos en catálogos, afiches, fotografías, cientos de libros desperdigados que inundan su residencia, y un cuadro que reposa en un caballete en la sala de su apartamento, en el que se lee un fragmento de Cien Años de Soledad con una imagen de Gabo, y decorado con una marca de agua de unas mariposas amarillas.
Su carrera es un híbrido de intentos, un cúmulo de hitos particulares que tienen que ver con lo cultural y que resultan en retiradas, «entre otras cosas, yo he vivido una esquizofrenia. Estudié una carrera que nunca he ejercido, no sé por qué la estudié, nunca he sido abogado; yo volví a la lectura para escapar de esa otra realidad, no he podido conciliar [la literatura con mi profesión]. Cuando estuve en el Archivo de Bogotá, estuve muy cerca de conciliar este mundo mío con el mundo profesional».
Gustavo es una larga lista de cargos públicos (según el Sistema de Información y Gestión del Empleo Público SIGEP del Departamento Administrativo de la Función Pública); es un delirio entre la lectura y la Palabrería (el nombre de su fundación cultural); y es un obstinado.
En 1990, fue nombrado subgerente comercial de Artesanías de Colombia S.A.; para ese entonces, se proyectaba como abogado titulado de la Universidad del Rosario, y tenía a sus espaldas cargos como director de Programas de Energía Doméstica Popular en el Ministerio de Minas y Energía, secretario general de Ecominas, asesor jurídico de la Fundación para el Desarrollo Popular (Fundep) y abogado de la Gobernación del Cesar. «Yo trabajé con los artesanos. Con Artesanías de Colombia me inventé una feria para darle respuesta a muchas de las necesidades del sector. Es uno de mis orgullos profesionales, Expoartesanías cambió la vida a muchos artesanos».
Expoartesanías es la feria artesanal más grande en América Latina y en el mercado de objetos a nivel mundial; nació como una estrategia para crear una plataforma de comercialización. A través de una alianza entre Artesanías de Colombia y Corferias, la primera edición buscó beneficiar al sector artesanal del país. Gustavo arrancó una inspección por las regiones del país para ubicar a los artesanos con sus creaciones más despampanantes y mostrarlas en la feria. «Venía yo de Cali, y en el avión me senté al lado de un señor muy interesante, Carlos Lemoine, ahora el director del Centro Nacional de Consultoría. Nosotros no nos conocíamos, me preguntó en qué andaba y me dijo esto que es muy interesante: “Sabes que yo no creo en las artesanías. Yo creo en el diseño y en el arte, pero la artesanía no la logro ubicar. Un país no puede basar su desarrollo en la artesanía.”» Gustavo pone su mano en sus labios, como intentando masticar sus ideas, o conteniendo la sonrisa, frota su quijada y termina la anécdota «…y yo llegué a San Jacinto, Bolívar, joven, con la ilusión de transformar el mundo; y buscando los artesanos de cestería, cojo un canasto y dice made in Taiwan».
Sin embargo, él cree que los países necesitan símbolos; el sombrero vueltiao, las chivas, los tejidos de macramé, o la mochila arahuaca, responden a un sentido más allá del diseño industrial que soluciona los problemas de la gente: «Yo creo que [la artesanía] tiene un lugar, la asocio a los elementos decorativos, al turismo, ellos comulgan muy bien. La gente busca el recuerdo de ese país, la gente decora con artesanía, la gente no tiene plata para comprar arte, arte de verdad».
Según el archivo de noticias del periódico El Tiempo, en 1997, en Expoartesanías se concretaron 2.536.408 ventas en los once días que duró la feria. Cifra que se superaría en la edición de 1998, en la que se realizaron 2.641.300 ventas. Entre 2011 y 2014, se aumentaron las ruedas de negocios, se vincularon grandes patrocinadores como Ecopetrol; y durante esos cuatro años, hubo un promedio en ventas totales de $12 mil millones de pesos, es decir, ventas diarias por $90 millones. En las últimas versiones, se han exhibido más de 800 expositores nacionales e internacionales, mostrando la realidad de las zonas geográficas del territorio colombiano a través del saber y la identidad nacional, y de paso, el poder adquisitivo de las personas para invertir en artesanías.
En la página web de la feria no hay un solo rastro de historia, un solo rastro de Gustavo; se encuentra un párrafo que alude a “un sistema de convocatoria pública que garantiza la escogencia de lo mejor de la artesanía nacional” y, entre renglones, se lee una ausencia: «Me da un poco duro porque no me volvieron a invitar. Los últimos diez años he ido tres veces. Me alejé de eso. En fin, son ciclos ya cumplidos. Pero recorrí el país y apoyé hasta donde más pude a un sector muy débil». Los apoyó en los primeros tres años de feria.
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Mientras escarba entre los anaqueles atestados de libros de su biblioteca, buscando alguna edición rara de un libro de Gabo que quiere mostrarme, levanta el polvo y provoca un intenso olor a humedad librera, que ambienta sus anécdotas cómo gestor cultural «lo he sido, lo he sido, pero en este momento no. Debo retomar eso. Por lo general uno está tratando de contribuir al campo de lo cultural».
Tal vez debe retomar la gestión, o retomar la organización de su biblioteca, y encontrar su libro perdido. También deja salir una afirmación ambigua «tengo que salir de García Márquez». ¿Deshacerse? ¿Terminarlo? ¿Abordarlo? ¿Resolverlo?
«Yo todo lo hago es a través o mediado por el sentimiento. Entonces si yo me meto a la Biblioteca Nacional a revisar más de 60.000 periódicos, no es porque yo tengo un interés bibliográfico, o esté haciendo una puesta en escena o por nada distinto a averiguar cómo era el mundo cultural de un personaje como García Márquez en Bogotá. Entonces movido por la curiosidad también, pero no pensando en eso, voy a engrandecerme».
La curiosidad y el sentimiento fueron un brote temprano en su adolescencia costeña, en su tierra natal a los catorce años mientras vagabundeaba con sus amigos. Se encontraba con ellos en un parque escondido, aprendía a fumar cajetillas completas de veinte cigarros largos Eve, y se pegaban tiros en los pies. «A veces sí siento que me enredo un poco en las cosas de la vida. Me han pasado muchas cosas negativas, la condición humana es tenaz. Me han engañado, traicionado, robado, estafado. Yo le he fallado a mucha gente».
Han sido intentos oportunos, grandes, ínfimos, invisibles. Llegó a Bogotá a estudiar derecho en la Universidad del Rosario, con su mochila arahuaca que solía usar en el bachillerato y «desencajaba porque para usar la mochila había que ser estudiante de antropología de la Nacional y ser de izquierda y leer a Mario Benedetti». No leía a Benedetti, pero se encontró comprando libros muy económicos en las calles del centro de la ciudad, devorando autores latinoamericanos, y perdiéndose en la literatura de Gabo.
Leer lo salvó de la condición humana y de un desencuentro con su carrera: «Mientras patinaba con mi vida pues aún no conocía el amor, había abandonado el alcohol y mi giro de estudiante de provincia no me alcanzaba para visitar un analista, un compañero de la residencia de estudiantes costeños donde vivía me puso como condición fundamental para continuar nuestra amistad que me leyera un libro: Cien años de soledad. Y con ello me cambió la vida, pues no solo retomé -ahora para siempre- uno de mis vicios mayores, sino que nació en mí la grande admiración y cariño de lector agradecido por ese escritor».
Por esa época, Antanas Mockus iniciaba sus labores como alcalde mayor en 1995 presentando el plan de gobierno para Bogotá Formar Ciudad con seis prioridades: Cultura ciudadana, Medio ambiente, Espacio público, Progreso social, Productividad urbana y Legitimidad institucional. Entonces, Gustavo ya tenía estructurada la que sería su manera de cabalgar en los terrenos de la gestión cultural, una fundación para impulsar las letras y a los escritores, la Fundación Palabrería. La presentó como proyecto cultural en una convocatoria pública de la administración Mockus, fue seleccionada, y arrancó labores formalmente. Con ella ha llevado a cabo múltiples iniciativas como la Exposición del Grupo de Barranquilla (1996) en el Centro Cultural Comfamiliar del Atlántico, la condecoración como Palabrero Mayor a Manuel Zapata Olivella, la Exposición Homenaje a Gabriel García Márquez “Gabo del alma” (2007), la Exposición Los días que uno tras otro son la vida: Gabo en Bogotá (2007), y la inclusión de setenta títulos, de su biblioteca personal, relacionados con la historia del vallenato en Colombia en la primera Feria del Libro de Valledupar (2023).
Sentado, apacible, en su sala apenas bañada por la luz tenue de la tarde, reposa un rato. Su jean azul hielo desgastado cubre sutil sus botas cafés Brahma de andariego; el chaleco que lleva puesto asemeja esas prendas institucionales para el trabajo de campo, y cubre estratégicamente su camisa leñadora a medio remangar. Toma su celular, envía algunos mensajes a una amiga de quien espera que agilice papeleos urgentes, y contesta la llamada de un colega que, si aprueban su hoja de vida en la JEP, será parte de su próximo proyecto profesional: crear el equipo que se encargará de la memoria institucional de la jurisdicción y todo el sistema integral de paz. «Hay varias coyunturas, y en ellas debo ejercer la titularidad del legado de la Comisión de la Verdad».
En esa máxima de que las obsesiones y los sueños son importantes en su vida, ahora persigue los temas de memoria y anhela liderar los procesos y proyectos para la creación del Archivo de la Paz, que sería como el centro documental latinoamericano más importante, en el cual se reconstruya con documentos los acuerdos de paz y una historia del conflicto armado interno de más de 60 años. «Quisiera crear un proyecto pedagógico para la apropiación social, el cuidado, y la conservación de la memoria (…) Me interesa mucho la memoria, pero no desde el punto teórico, sino desde el ejercicio; en la memoria están implicados los sentimientos, en la historia está implicada la razón. Eso es lo que me mueve». Y si se ganó el Premio Nacional de Archivística siendo director del Archivo de Bogotá entre el 2012 y el 2016, podría jugar fácilmente con esta idea del Archivo de la Paz; pareciera que sus obsesiones por fin comulgaran con la memoria y su manía por los documentos.
En esa máxima de que las obsesiones y los sueños son importantes en su vida, anhela liderar los procesos y proyectos para la creación del Archivo de la Paz, que sería como el centro documental latinoamericano más importante, en el cual se reconstruya con documentos los acuerdos de paz y una historia del conflicto armado interno de más de 60 años.
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Gustavo me habla de su ser costeño melancólico, triste, que necesita la parranda y el bochinche, en complicidad con Salcedo Ramos o con John Junieles. Se reclina en la silla para ponerse en una posición más nostálgica –es una leve inclinación de su cuello para recostarse en su mano derecha, que sostiene gravemente todo el peso de sus pensamientos– para que su cabeza encuentre la diferencia entre el mar azul y la definición de una buena persona, «te decía que tengo la sangre de mi mamá, que es la que define más mis rasgos de personalidad. La sangre de una buena persona, en eso me parezco a ella. Y yo creo que ser buena persona, ante todo, sobre todo, es procurar no ser un hijueputa todo el tiempo. Es una lucha permanente porque es tan fácil ser hijueputa».
En la única pared de la sala que está libre de estanterías, libros, y obstáculos mobiliarios, emerge una forma ovalada a unos cincuenta centímetros del suelo, hecha con unas líneas garabateadas de tempera color púrpura y azul, y dentro de ese croquis que simula un corazón, un mensaje infantil: “Papito lindo”. Amalia, quizá con menos de un metro de estatura, ese día no se pudo despedir de su papá y le dejó ese recuerdo, lo pintó con ayuda de su mamá: “la persona más querida del mundo que al minuto puede ser la peor persona”, “la bajita”, “la que dice que, en vez de terminar con alguien, hace empalme”, la mujer de El Líbano, Tolima que con su agresividad descalificó a la familia de Gustavo después de quedar embarazada. Ella es con la que tuvo una hija, en vez de los cinco hijos que él quería tener, para acabar experimentando una paternidad por trayectos: «Yo voy todos los días a la casa de mi hija, la recojo y la llevo al colegio caminando. Nos vamos mirando las casas, hacemos un concurso de la casa más bonita, tomamos rutas alternativas para ver otras cosas y hablamos».
Gustavo insiste en que es muy fácil ser un hijueputa, pero que, en esa lucha, procura ser justo y aspirar a una cierta manera admirativa de contemplar el mundo, como lo heredó de su mamá, Ruth. «Ser padre inspira un amor distinto a lo que tú conoces. Algo tienes que reprocharle a tu mamá. Algo le reprochas al ser que más quieres. Pero tú amas a un hijo sin condición, sin esperar nada a cambio, es una cosa absolutamente desinteresada y estás dispuesto a lo que sea».
Vuelve a su postura de costeño tristón, acomoda su cuerpo desde su cabeza hasta su pie izquierdo, que reposa sobre su pierna derecha sosteniendo estoico esas botas cafés todoterreno. Cierra sus ojos y con voz queda confiesa «A mí me trabajan la culpa y hasta ahí fue». Eso detona una sentencia inmediata que me dejó como despedida la primera vez que hablé con él: No me caes mal del todo, ese matiz es importante.



