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Opinión

Llegué al final

Si la Bienal quería problematizar la promesa urbana de bienestar y el mandato de “ser feliz”, mi recorrido fue un ensayo sobre cómo la felicidad se volvió performativa y posteable. Lo que vi fue gente usando el arte como escenografía para verse feliz.

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Llegué al final


de la primera Bienal Internacional de Arte y Ciudad de Bogotá, BOG25 – Ensayos sobre la Felicidad, un proyecto que ocupó distintos puntos de la ciudad para preguntarse cómo vivimos, buscamos y consumimos la idea de felicidad en lo urbano. No tendría mucho qué decir de sus activaciones, conversatorios, simposios, o mediaciones. Tuve días para hacerlo, pero no quise salir de mi habitación. Es decir:

No fui a la Bienal.

 

Fui al cierre. A su “reinauguración” el último fin de semana.

 

Claro, hay que decir que, como todo evento que se despliega en múltiples lugares al mismo tiempo, la decisión de última hora es siempre logística y trae pérdidas: curadurías y obras que quedaron por fuera y que debí haber visitado, o que quise haber visto y la negligencia me pasó cuenta de cobro.

No tuve una experiencia significativa, fantástica, cambiavidas/salvavidas, irremplazable. De eso tampoco podría hablar. Pero creo que sí puedo escribir sobre una revelación que atravesó mis visitas a los lugares que me propuse ver.

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Del anterior párrafo: visitar = ver 

La experiencia de visitar sigue alimentándose principalmente del acto de ver. Una obviedad, puede ser, pero no una trivialidad.

 

Esta mañana, hablando con mi mamá, me dijo algo que me dejó la cabeza en un loop: “no se puede romantizar una experiencia que nunca se ha tenido.”

Yo creo que eso es visitar/ver una bienal. Me falta mundo para reconocer que lo que vi/visité sea una bienal, no tengo la experiencia de otras bienales o lo que implica estar en una. Para escapar a la romantización y adular un evento del que no conozco su naturaleza, puedo aceptar que vi un par de curadurías, instalaciones o intervenciones en el espacio —en su mayoría—, y en ellas una recurrencia de los artistas por incorporar la palabra como material de trabajo en sus obras.

También aceptaré que entre más visitas, menos ves.​

 

Para decirlo mejor: mi experiencia fue desromantizar mi mirada de lo artístico. Iba por ahí queriendo ver otras cosas, poniendo en segundo plano la lectura que podría tener de las obras (cosa difícil, porque después de amar el arte y querer entenderlo, ese mecanismo nunca se apaga). Quería romantizarme como espectadora, ponerme en el papel de alguien que puede ser cualquiera, para que mi mirada fuera más libre, más inquieta.

«Quería romantizarme como espectadora, ponerme en el papel de alguien que puede ser cualquiera, para que mi mirada fuera más libre, más inquieta.»

Del anterior párrafo: Ver = inquietud

Creo que navegar un evento como la bienal en su último fin de semana es una experiencia que no se la deseo a nadie, para que no romanticen ir a ver arte el día del cierre. Y que esa experiencia 1) no puedo transferírsela a quien lea esto, 2) ni calificarla para que el lector considere que ahora tiene un criterio para hablar de ella, 3) ni describirla para que el lector crea que estuvo conmigo (me parece una de las promesas del periodismo y la crónica que nunca se cumplen). Lo que sí puedo es mostrar mi visita/mirada con un par de fotos y entregarles lo que escuché mientras tomaba esas fotos. Es lo más vital de la experiencia.

Y contarles lo siguiente:

Si la Bienal quería problematizar la promesa urbana de bienestar y el mandato de “ser feliz”, mi recorrido fue un ensayo accidental sobre cómo la felicidad se volvió performativa y posteable. Lo que vi fue gente usando el arte como escenografía para verse feliz.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me refiero a que visitar sigue alimentándose principalmente del acto de ver: de verse a sí mismos en un gran escenario para la creación de contenido, no de ver un “museo a cielo abierto”. Esa es la verdadera mediación actual en el arte.

Yo —que lucho todo el tiempo contra la banalización del consumo de lo artístico porque defiendo la apreciación del arte como un espacio de alfabetización, como una manera poderosa de aprender del mundo y de sí mismo— tuve una pequeña muerte con el frenesí de selfies y grabaciones de videos cortos en los espacios que vi/visité de la bienal.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Phones as weapons, technology as ideology

Estaba obnubilada con la manera como el público encontraba pequeños spots por doquier para captarse ellos mismos en pantalla, acomodarse el cabello y posar,  tomar cinco o siete posiciones distintas frente a lo que fuera (una obra o no), acomodar el celular una y otra vez hasta tener la toma deseada; estaba presenciando  la facilidad de la gente para detectar dónde quedaba mejor la foto y ver a través de la pantalla el mundo que les rodea, o lo que ya no les rodea sino que está al servicio de su contenido.

 

Yo —que nunca he visto otras salas de museos, galerías de arte o “museos a cielo abierto” en otras latitudes— puedo imaginarme que el frenesí es peor allá, y que tienen razón los que se burlan del turismo museal “de los asiáticos”. No me justifico ni me disculpo con el lector, porque este texto no es para hacerlo sentir lo que yo sentí, ni para criticar la manera como la gente está visitando una bienal instagrameable o de arte para divertirse.

Escribo esto porque, por primera vez, sentí la dictadura del smartphone en la ciudad que habito, en un evento donde el acto de ver puede ser más libre, más espontáneo, más inquieto. Y no creo que haya sido así. La mirada está controlada, sujeta, domesticada, impedida, por el afán de verse a sí mismos en las pantallas.

Creo que por ese mismo frenesí es que no encontré tantos diálogos entre la gente. Pude caminar en medio de un gran barullo de nada: las palabras estaban en las obras, en las fichas técnicas, en los letreros que advertían lo que no se debía hacer. El diálogo estaba en pedirle al otro que tomara la foto, en preguntarle si aquí o allá y verificar si había quedado bien.

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Escribo esto porque, por primera vez, sentí la dictadura del smartphone en la ciudad que habito, en un evento donde el acto de ver puede ser más libre, más espontáneo, más inquieto. Y no creo que haya sido así.

No es trivial que la mirada esté controlada, y que no pueda derivar, inquietarse, visitar/ver, porque entonces el cuerpo empieza a incapacitarse para el pensamiento, para la creación de ideas, preguntas, debates. El sistema mirada-pensamiento-palabra se atrofia. Estamos atrofiados para ver-pensar-decir si somos felices.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Al final de la tarde, cuando pude ver el verdadero cierre, el desmontaje, los guardias de seguridad restringiendo la entrada a más gente, romanticé lo vivido. Visitar/ver arte podría ser un antidoto a cuentagotas contra la dictadura de las pantallas y ese afán de tener experiencias mediadas por el contenido y el celular, quizá bajar esa ansiedad de poner el mundo como escenario a disposición de Instagram. 

Pero, insisto, no fui a la bienal. Tal vez las conversaciones sí se dieron y yo solo estoy intentando entender, en este texto, lo que fue mi experiencia de cierre, que no se la deseo a nadie.

Obvio, llegué tarde, pero vi

​Gracias a las obras de estos artistas, que me permitieron recuperar la mirada de espectadora, escribir esta reflexión y cuidar mi sistema mirada-pensamiento-palabra que lucha por no atrofiarse:

Kevin Mancera @kevin_simon_mancera

porque su dibujo diseccionó esa carga que tiene la palabra sobre el espacio, la experiencia sensible de un lugar y de uno en esos lugares. Ver lo que él ve para pensarme en una Bogotá que es desperanzadora y al mismo tiempo una cartografía de nombres bellos. Kevin, nunca jamás dejes de poner en el dibujo el sosiego y el desasosiego. Gracias. 

Adrián Villar Rojas con su proyecto The End of Imagination me llevó a ver lo que no se ve, pero ya está registrado. Es una genialidad poner de manifiesto la manía de tenerlo todo visto y recopilarlo y hacer un gran archivo que no podrá verse en su totalidad:

 

"Este es un proyecto cinematográfico en curso que monitorea, reúne y compila imágenes de video en tiempo real de cámaras web públicas para crear un largometraje. Las imágenes proceden de cámaras web de todo el mundo, así como del espacio exterior, con videos de la Luna y Marte. De marzo de 2020 a marzo de 2021, un equipo de cinco personas trabajó diariamente para investigar y observar estos vastos puntos de vista, cuya acumulación alcanza ahora aproximadamente las 16.000 horas de video grabado. El equipo supervisó manualmente estas cámaras sin ayuda de algoritmos, como si estuvieran filmando activamente un documental con «cámaras reales»."

La mirada no está en el dispositivo, ni el largometraje, sino en ese cúmulo de horas grabadas que jamás contarán nada, que de entrada acaban con la imaginación, con la posibilidad de intuir qué historias serán construidas. Como lo que no vemos de esta ciudad, de sus calles, que aún así existe. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Sofía Reyes @sofiareyesguevara

su obra me permitió invertir 10 minutos de mi día en recordar lo jodido que es etiquetar un estado de ánimo, una manera de ser, un sentir generalizado, un síntoma generacional. Fue como presenciar un juego contra el algoritmo, que ahora se siente como si se jugara contra sí mismo. Su video Nos vemos en el otro lado te bota en la cara todos esos posibles hashtags que has usado en tus publicaciones en redes para acotar el desasosiego contemporaneo, y si eso es la felicidad (soltarlo todo para que otros lo vean), que te recuerden los mecanismos y las palabras con que defines tus desasosiegos, es una forma sutil de dejar que la mirada divague y piense. 

Gabriel Garzón @bubalugris

de este artista he admirado siempre su forma de observar, de voltear las monedas y encontrarles el lado C. Su instalación de 2.321 libros de motivación y autoayuda cubriendo tres salones contiguos del Palacio de San Francisco fue como traer la calle con sus ansiedades anónimas a un lugar controlado y dejarnos reír de eso. Mientras pisaba los libros, me preguntaba si alguien no le habría robado uno de los títulos, o venido a agregar otro a la colección, o si alguien no se habría puesto a jugar una especie de "Concéntrese" para constatar que ningún libro se repetía. Me estaba riendo de cómo la gente encuentra 2.321 formas de machacarse los fracasos, los intentos, las manías por obtener plenitud, las preguntas que surgen cuando la vida le queda a uno grande. Es que la felicidad en 2.321 manuales no puede teorizarse, pero sí monetizarse (el chiste lo cuenta muy bien la industria editorial). Bonus track: esta arqueología de la motivación me enseñó que el género de la autoayuda es el que peor títula.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Iván Mateo Sánchez

La pintura y los retratos, así, en conjunto, son un debate desgastado en la historia del arte contemporáneo. Todo eso está muerto, lo importante es el concepto, la intervención o lo comunitario. 

Y no. 

Estas pinturas de Iván efectivamente hablan de lo que pretendía la curaduría de Arte Popular en el Claustro de San Agustín: escarbar en esos gestos, indicios o dispositivos de la memoria que interpelan a cualquier habitante de la ciudad. Iván escarba en el álbum familiar, en lo inesperado de una fotografía analógica con flash de los 90s, en la oscuridad de las cocinas bogotanas en los barrios populares, en los pupilas rojas de las abuelas mirando a la cámara, los cubiertos colgados en estructuras metálicas que servían de centro de mesa. Ver esos retratos fue reconocer esas historias guardadas en el álbum familiar en peligro de extinción. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


J&L Constructores @jlconstructoreslab

Mi mirada en esta obra actuó con sesgo: crecí en Tunjuelito y Molinos II. 

En mi retina está impresa la fachada de las casas de ese sector con afiches del negocio familiar del barrio. Hace mucho tiempo salí de allá y no he regresado. Ver de nuevo la fachada en una pintura hiperrealista que cuestiona los cambios en el modo de vida de estos barrios populares y la gentrificación ubicaron mi mirada en una trayectoria: en que no solo se gentrifica el espacio (que a veces puede mantenerse con las fachadas) sino que la gentrificación es de historias, de movimientos que decidimos hacer para "salir de ahí". Abandonamos los lugares: lo de afuera (las fachadas) nos recuerda lo que permanece adentro (lo popular). 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Me faltó ver el gran trabajo de @snydermorenomartin @umbralesdesanacion y el Ballet Bachue de Mateo López. Perdí. No fui totalmente feliz. 

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