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Perfil

Libertad (no) absoluta

Un millennial promedio, a los treinta años, ha viajado aproximadamente tres veces el extranjero; ha estudiado una carrera universitaria y está empezando un posgrado; ha construido una hoja de vida con más de dos experiencias laborales; se ha emancipado de su familia y ha formado una propia, si así lo decide; ha renunciado a la herencia religiosa de sus padres; ha participado en marchas contra el gobierno de turno o ha elegido el veganismo; ha alcanzado una suerte de libertad absoluta. Daniel Casas, con treinta años, cumple el checklist al pie de la letra.

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Daniel Casas ha empacado múltiples veces su equipaje para hacer en muchas partes del mundo lo que ha querido. Su último regalo de cumpleaños fue un viaje por Albania, Montenegro, Croacia y Bosnia y su destino de veraneo después de la pandemia ha sido Francia. Sin embargo, sus deseos de abarcar el mundo, de pisar todos los territorios, han estado precedidos por una lucha interna contra el fracaso, la negativa constante que dice recibir del sistema y una sensación de enfrentar un enemigo: el desempoderamiento.

 

Daniel lo define como un estado de inoperancia en el que las situaciones no pueden estar bajo su control, porque otros ya han limitado ese control que él debería ejercer.

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¿Qué es lo que más detestas?
 Sentirme mal por las cosas que hubiera podido hacer y aun así saber que no ayuda en nada sentirme así. 

 

A través de la pantalla del computador, le observo en su habitación gris filtrada por la cámara, que después de unos segundos se llena de frascos, cajas, libros en múltiples idiomas, bowls con cucharas recién utilizadas, y fotografías -en papel, supongo- de sus viajes con Julián, su compañero y esposo, pegadas en la pared. Florecen detrás de él souvenires de los lugares que ha visitado, objetos que, más que pertenencias, son fragmentos de su anhelo por cruzar fronteras, como escapando de sí mismo. Daniel Casas no puede decir que vuelve siempre al mismo lugar, porque la pluralidad de su apellido es síntoma de su itinerancia por los países europeos, latinoamericanos y la geografía colombiana. 

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Mientras habla de su próximo viaje, acomoda su mechón lacio, se arropa varias veces con su poncho estampado con franjas verticales, llamas o guanacos blancos y patrones geométricos propios de la imaginería peruana. Y haciendo caso a esa pereza de viernes de trabajo cancelado, extiende sus brazos para estirarse cada cuánto.

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Al estirarse, abraza toda la habitación, un flat alquilado ocasionalmente donde la cocina se funde con el dormitorio, y lo único con lo que encuentra límite es el baño. Ha vivido en apartaestudios que termina abandonando para mudarse una y otra vez. No ha tenido un lugar fijo desde el 2010, su condición migrante comenzó ese año cuando Villeta dejó de ser su casa para vivir entre la Universidad Nacional de Colombia y la casa de su abuela en Chía.

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¿En qué país desearías vivir?
-En todos.

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Se mueve en una de las ciudades más globales del mundo como si fuera Villeta, su pueblo natal. Visita y abandona los lugares de Londres con la soltura de viajero que se ha ganado estando en Egipto, Canadá, EE. UU., Guatemala, Belice, Turquía, Francia, Perú… como quien no tiene miedo de ser extranjero: alarga sus pasos y los detiene para tomar fotografías de cuanta expresión artística encuentre en muros, estaciones del Underground, fachadas, cafeterías, tiendas, y por supuesto, los grandes museos británicos. 

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¿Tienes un pintor preferido?
- El que pintó a Ed Sheeran en el National Portrait Gallery.

 

Se siente rechazado, desempoderado. Se ve patético frente a las situaciones en las que sus decisiones carecen de contundencia. Intenta entender que no es su culpa pasando el malestar que le obliga a tomar agua de su botella rosada de plástico, evitar la cámara y revisar la pantalla de su computador –un video de YouTube o Facebook, tal vez–. Se calma y vuelve a su postura meditativa: «Cuando estaba haciendo la aplicación [para la visa británica] por segunda vez, no podía hacer nada con la cabeza tranquila... y fue como hijueputa, ¿cuándo va a acabar esto?»

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Antes de emprender su último viaje –el más reciente, el que anhelaba– tuvo que resolver con el gobierno británico su visa y permiso de trabajo: su salida. No fue libre sino después de ocho meses. 

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Cuando le pregunto si está emocionado de viajar después de haber pasado una buena temporada en un solo lugar, me envía una foto de sus maletas ya listas, asegurándome, de forma desprevenida «I’ve done this before». Es un ritual que ha perdido mística: ha empacado tantas veces su equipaje que su ansiedad aflora cuando no tiene que hacerlo, cuando no hay viaje. La espera lo desempodera. 

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Para huir de su insatisfacción recurre a nadar por largas horas en el club de waterpolo, o consumir gomas de cannabis. Le pregunto si ha vuelto a hablar con su terapeuta, si lo ha necesitado, «no he vuelto, debería, con [la membresía de] natación tengo asistencia psicológica. Lo que me da piedra con esas cosas es que no tengan experiencia compartida. ¿Una persona que nunca ha tenido que pasar por eso, será que me entiende?» La paciencia que requiere en sus horas de angustia se desgasta. 

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Quizá los viajes le han otorgado una paciencia que no le apetece. La primera vez que fue a Europa estaba con su mamá, una contadora jovial que aparece como moms de vez en cuando en sus historias de viaje. En el aeropuerto de París les preguntaron por la cantidad de dinero que llevaban. El malentendido con la policía francesa resultó en una estadía en un hotel que en realidad era un centro de detención, «nos tocó imprimir papeles, mostrarles, hablarles, para que vieran que lo demás estaba en tarjetas.» Fue una noche larga en la que su madre mantuvo la calma «Quién sabe por dentro cómo estaba, pero hacia afuera se mantuvo muy bien.»

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¿Cuál es tu héroe de la vida real?
-Mi mamá.

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Una madrugada del 2013 le exigió otro tipo de paciencia. Tenía veintidós años: «Perdí el vuelo de Egipto a Colombia. Para ese entonces ya habían sacado al presidente [egipcio], había un nuevo gobierno, y el ejército estaba como timbrado. Mi vuelo era en la madrugada y yo vivía a cuatro horas. Entonces dije “me voy del pueblo a las nueve de la noche, llegó allá como a las dos de la mañana, y hago el check-in”. Y nada, llevaba una hora de viaje, había un retén militar y no me dejaron pasar hasta que amaneciera.» Su voluntariado con la organización AIESEC no contemplaba el golpe de Estado que se dio en Egipto ese año. Daniel experimentó cuando el presidente del Consejo Supremo, Abdul Fatah al-Sisi, derrocó por la vía armada al presidente del Gobierno egipcio, Mohamed Morsi, el primer jefe de Estado elegido democráticamente. No alcanzó el vuelo.

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¿Qué hábito no soportas?
- Que lleguen tarde. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Recuerda entonces que las situaciones desempoderantes comenzaron en el 2015 cuando fue contratado por la Editorial Alfaomega como asistente editorial, en Bogotá, y experimentó un despido sin justa causa o con la justificación de no cumplir las expectativas de su jefe directa. Alcanzar las expectativas desdibuja su sonrisa usual de millennial sin deudas, sin hijos, ciudadano del mundo. 

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Le pregunto si tiene algún momento particular en que se haya visto afectado por las expectativas. Busca una de sus anécdotas y como dibujando garabatos en el aire, sus manos ejemplifican la obsesión y la velocidad con que crece el malestar: «hace poco se quedó un mancito de la Nacional [en mi casa] que por alguna razón está en Gales, y el man me decía “me alegra mucho verlo tan organizado,” yo le dije “lo que se ve por fuera,” pero por dentro no son las expectativas de lo que yo quisiera.» Lo que él quisiera le acusa constantemente hasta hacerle creer que sufre del síndrome del impostor «No me gusta mi casa, el sueldo no me alcanza… esto que hago no es, o será que estoy en el lugar equivocado. Todo el tiempo pasa, y me incomoda porque no sé reconocer exactamente en qué momentos ocurre.» 

 

¿Cuál sería tu mayor desgracia?
-No tener libertad absoluta.

 

Aunque no pueda reconocer los momentos exactos en que el síndrome del impostor ataca y hace su ego sangrar, ha encontrado en el mundo editorial una posibilidad de zafarse de las situaciones desempoderantes, «creo que en el trabajo tengo una sutil dinámica de control sobre lo que yo hago, hay muy pocas cosas que son impuestas sobre mí, las cosas son más o menos iniciativa mía.»

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¿Tu ideal de felicidad?
-Poder tener libertad absoluta.

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Sus ojos mirando la pantalla e ignorándome me recuerdan su manía por buscar referencias para mostrarme algo que en algún lugar vio y que comunica mejor lo que en él habita. Me muestra a Constantino Kavafis, o como él mismo diría Κωνσταντίνος Πέτρου Καβάφης en su pronunciación espontánea de griego moderno que perfecciona desde que estaba en la Universidad Nacional. Me enseña “Esperando a los Bárbaros” y me advierte de lo ridículo que es ponerle cargos ostentosos a personas que hacen trabajos sencillos en una empresa, otros individuos ajenos a él que simbolizan un poder exagerado, inventado, artificial, que al final no tienen:

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Porque hoy llegarán los bárbaros.
Y el emperador espera para dar
a su jefe la acogida. Incluso preparó,
para entregárselo, un pergamino. En él
muchos títulos y dignidades hay escritos.
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Daniel, el emperador, está preparando siempre la acogida a su jefe: la libertad absoluta. Él se encuentra a la espera de lo que ocurra, pero no cruzado de brazos, sino dispuesto con el pergamino, tomando el control de lo que pueda suceder. Si hubiera leído un poco más de Kavafis, le habría contestado con “La ciudad”: 

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Dijiste: «Marcharé a otra tierra, marcharé a otro mar.
Habrá de hallarse en algún sitio una ciudad mejor.
Mas cada intento mío está condenado al error;
sepulto —como muerto— el corazón.
Y cuánto va a durar mi mente en esta confusión.»
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Daniel, con el checklist completo y el mundo en su pasaporte, es un emperador insatisfecho, un millennial desempoderado con una sola máxima: Ελευθερία ή θάνατος.**

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** Eleftheria i thanatos (Griego: Ελευθερία ή θάνατος; 'Freedom or Death'; ‘Libertad o muerte’) el lema de independencia de Grecia.

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