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Crónica

El oficio divino

Todas las mañanas, en la hora primera, los más de 7.000 sacerdotes católicos  que hay en Colombia, en la casa cural de su parroquia, están tomando la decisión de usar el cuello romano, revestirse de negro, salir a presidir la eucaristía y ser sacerdotes. Para algunos, ese es el momento en que enfrentan la crisis.

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Antes de que sean las seis de la tarde, en el centro de Bogotá, en plena cuaresma, un hombre entra a la eucaristía ignorando el silencio de los asistentes. Algunos vuelven sus rostros, incómodos, para ubicar la fuente del sollozo y vengar su plegaria interrumpida. Varios han identificado al hombre, quien sin cautela se arrodilla en el reclinatorio. Cruje la banca. Con una mano contiene sus lágrimas, con la otra sostiene una bolsa de dulces. Su chaqueta húmeda, su camisa rosada libre de arrugas y sus zapatos negros recién lustrados no corresponden con la venta de los dulces Chupetín.

 

La mano alargada, firme, del padre Alessandro* se acerca con cautela a la espalda del vendedor afligido, quien, transformado en un niño inconsolable, sube su mirada y sigue sus instrucciones. Los dos se sientan en una de las bancas. El hombre en su ahogo encuentra un impulso, suspira, y llena con sus penas la nave central ya abandonada por los feligreses.

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Todas las mañanas, el vendedor escarba en la intimidad de un pagadiario para encontrar solución a su desempleo. En ese mismo instante, en la hora primera, el padre Alessandro, en la casa cural de la parroquia de Las Aguas, está tomando la decisión de usar el cuello romano, revestirse de negro, salir a la parroquia y ser sacerdote. Los dos enfrentan la crisis.

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"Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor" 

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El vendedor afligido no volvió a la parroquia. Ahora el padre Alessandro espera en el despacho, es viernes de cuaresma, debe oficiar a las 5:30 pm el Viacrucis ante un grupo modesto de viejitas rezanderas. Un poco antes me recibe en una salita; la mesa de centro en la que reposa un libro del arte de las patenas, y unos folios color vino tinto vuelven solemne el encuentro. El padre advierte que tiene poco tiempo, mientras su postura con la pierna cruzada y su cuerpo inclinado al lado derecho hacen del encuentro una charla que va a durar más de quince minutos.   

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Convencido de que su historia es poco relevante para los propósitos de la conversación, se distrae balanceando su celular Nokia de mano en mano, aliviana la voz, atrapa torpemente con sus dedos lánguidos el resbaladizo Nokia. Se acomoda en la silla, al parecer, para buscar una anécdota.  

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La tiene: con su español entrecortado cuenta el momento en que se cuestionó después de su sexto semestre de filosofía en Roma. Desde que sus padres eran adolescentes pertenecieron al Movimiento de Comunión y Liberación, fraternidad católica italiana fundada en Milán en los años cincuenta por el sacerdote Luigi Giovanni Giussani. Con trece años, Alessandro ya crecía en un ambiente de intelectualidad, y un especial servicio comunitario con sus compañeros de escuela y los presbíteros en la parroquia del vecindario. Tiempo después, aunque nunca se planteó ser sacerdote, no encontraba sentido en lo que experimentaba en la universidad.  

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El sentido es un término que atraviesa la condición humana e impregna sin escrúpulo la vocación religiosa. Para un sacerdote, el sentido aparece entre el cuestionamiento de sus circunstancias y la justificación de su experiencia de vida. Nada distinto de lo que le ocurre a un transeunte desprevenido yendo a la oficina. No obstante, para un hombre que se está iniciando en el sacerdocio, el sentido es una prueba de la vocación que elegirá diariamente —si lo logra— durante toda su vida. 

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Así es para Gerónimo, pereirano, 18 años, seminarista del movimiento católico Camino Neocatecumenal. Movido por su frenesí juvenil, cuenta que se levantaba muy a las 4:30 de la mañana, iba al gimnasio con su hermano, trabajaba, iba a estudiar, veía películas, hacia tareas, se acostaba a la medianoche. Su rutina era clara: ser mejor que todos los que le rodeaban, sus padres, sus amigos, sus compañeros «Me miraba y me decía ‘tengo todo lo que quiero; ya me gradué, pero no me siento bien, estoy vacío.’ Me acuerdo de las noches frente al computador, acababa el trabajo y me preguntaba ‘¿y ahora qué?’  Tengo todo lo que tiene la gente, trabajo, dinero, familia ¿qué sigue?»

¿Qué podría dar lógica a esa lista de acciones insaciables que parecían ir a ningún lado? ¿Dónde Géronimo encontraría el sentido?

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«Me acuerdo de las noches frente al computador, acababa el trabajo y me preguntaba ‘¿y ahora qué?’  Tengo todo lo que tiene la gente, trabajo, dinero, familia ¿qué sigue?»

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La vocación sacerdotal suele relacionarse con un llamado, con una suerte de voz que algunos privilegiadamente escuchan. El Salmo así lo evoca: «Ojalá puedas oír hoy la voz del señor». Gerónimo no la oyó, no recuerda haberse sentido llamado, pero sella sus labios con su mano, repasa, y confiesa que tal vez sí lo estaban llamando de otra manera en la que no tenía que oír, sino aceptarse como él es: «un lujurioso, un soberbio, un perezoso. Todo lo que juzgaba en otros, se reflejaba en mí. Solo, encerrado en mi cuarto, callado, me gustaba creerme mejor que mi papá». Gerónimo entró al Seminario Redemptoris Mater, en el Santuario de Nuestra Señora de la Peña, en Bogotá.

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El seminario pertenece al Camino Neocatecumenal, movimiento católico nacido en España y presente actualmente en 135 países. A través de la itinerancia espiritual, un movimiento siempre hacia adelante por etapas, proponen que las personas conformen pequeñas comunidades de distinta condición social, en las que gradualmente se transforman en sujetos que aprenden de la historia de vida de sus hermanos, proceso que los acerca a «una intimidad con Jesucristo». Aquí muchos comprueban que no hay hombre que no se equivoque ni creyente que no necesite confesarse.

 

"Abre mis labios y mi boca proclamará tu alabanza"
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Fundado en el 2005 en lo alto del barrio Los Laches, el Seminario Redemptoris Mater acoge jóvenes que intentan seguir un llamado, probar suerte, lograr estabilidad o saciar la curiosidad que la comunidad de hermanos ha sembrado en ellos. Después de ocho años de formación, trabajo, convivencia entre los seminaristas y los formadores, y jornadas de oración, estudio y meditación, los seminaristas se ordenan como presbíteros y son enviados a distintas parroquias o seminarios en otros países para cumplir una misión especial: «proclamar la alabanza de Dios». 

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A Géronimo le han enviado al templo más antiguo de Bogotá. 

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En la parroquia Santa Bárbara, en pleno centro de la ciudad, ya hay tres personas alistando el vino, las flores, el cuadro de la Vírgen del Camino, y el pan para la eucaristía que preside el padre Gregorio* a la seis de la tarde. El padre se prepara raudo dando las ultimas instrucciones para que el vino alcance. Revisa su celular; abre y cierra la puerta del despacho incontables veces; y saluda con un abrazo eufórico a los que van llegando, diciéndoles «no te hagas el marica». No le preocupa disfrazar su siseo español de Andalucía, se declara colombiano siempre que puede, y empuja a los que aún están en la casa para que se apuren, ya casi empieza todo. 

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El padre Gregorio entra a la iglesia buscando al seminarista, su ayudante de la noche, para que deje en su lugar la patena y el cáliz, elementos que contendrán el cuerpo y la sangre de Cristo. Con su postura encorvada que lo vuelve senil y con la vivacidad de sus cortos cinco años de sacerdocio, grita cruzando el costado sur de la iglesia “¿dónde se metió Gerónimo?”. 

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A Gerónimo –el seminarista— se le ha hecho tarde. Con su suspiro pereirano, un paisa bien acentuado, anuncia su llegada y se disculpa, sonríe, revuelve su cabello con la mano, y acomoda las cajas que ha traído. No dice mucho. Sus ojitos más pequeños que de costumbre delatan su retraso: «ando medio embobao, ¡qué gonorrea!, anoche me acosté como a las dos viendo "You"». Una serie de Netflix que las reseñas venden con la pregunta "¿qué harías por amor?" y luego describen como un thriller psicológico en el que un hombre obsesivo hace lo que sea por acercarse a las mujeres de las que se siente atraído. A Gerónimo le alcanza su ímpetu para empezar sus labores temprano en la mañana con los Laudes, luego asistir a las clases de filosofía y teología, volver al servicio y las catequesis, y desvelarse viendo capítulos completos de amores obsesivos en Netflix, aunque no tenga teléfono y no pueda comunicarse sino solamente por correo electrónico. Su rutina lo emboba y lo sostiene. O por lo menos para él tiene sentido. 

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El sentido también ocurre en la capacidad de oír la voz del Señor en menudos estados de fragilidad. El padre Gregorio abrió el oído a sus veinte años cuando no podía ni escucharse a sí mismo. Siendo el hijo del medio, en una familia de siete hijos perteneciente al Camino Neocatecumenal, gozaba de la libertad del que no es ni consentido ni responsable de los demás: «yo no sentía nada, no le hacía caso a nadie, pero me daba rabia que me dijeran que era insensible, porque yo de verdad era sensible al sufrimiento de los demás». 

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Se encontraba terminando su carrera de geología en España, «tratando de entender piedritas» y su vida misma. Poniéndose serio, abatido desde sus manos hasta su mirada, cuenta que a sus veinte años sentía que nadie le quería «Un día, en medio de esa rabia hice una lista de las personas que no me amaban» y el amor se le manifestó en una de las actividades del evento católico más grande para jovenes: la Jornada Mundial de la Juventud. Fue como una voz, un verbo ineludible «recuerdo perfectamente como yo, llorando, en medio de toda esa multitud, un 23 de abril de 2008, escuché que esa voz me sacudió de lo profundo y me dijo haciéndome sentir amado: ve al seminario» Lo que nunca vio venir, es que ese seminario no estaría en España «me mandaron al lugar más temible del mundo, a la mierda, y uno qué iba a hacer, bajarse del avión y empezar a entender la mierda». El seminario le otorgó la labor de ser párroco de la iglesia más antigua de Bogotá: la parroquia de Santa Bárbara. 

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«Un día, en medio de esa rabia hice una lista de las personas que no me amaban» y el amor se le manifestó en una de las actividades del evento católico más grande para jovenes: la Jornada Mundial de la Juventud.

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El padre Gregorio y Gerónimo comparten una misma condición: buscar el sentido en el presbiterado o sacerdocio para que su boca proclame la alabanza de Dios. Ellos han visto más allá de las puertas abiertas de la parroquia una realidad que los convence a diario, y es que sin ser santos y sin más requisito que ser hombres que no están lejos del error, han experimentado que el sacerdocio le puede ocurrir a cualquiera. Y ahí empieza la crisis. 

 

Mi espíritu madruga por ti
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Ese mismo viernes de cuaresma, de viacrucis, el padre Fabio ha llegado desde Antananarivo, Madagascar, de madrugada para pasar una temporada en Bogotá. Su familia, numerosa en hijos, y la comunidad del Camino Neocatecumental de la Parroquia Santa Helena en el barrio Eduardo Santos, le recibieron después de una larga temporada de su sacerdocio en Africa.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Mientras que está en Bogotá por unos días, el padre Fabio* ha hecho múltiples tareas: oficiar eucaristías a donde lo llamen, confesar en medio de la tarde justo cuando está viendo televisión, o hablar por Zoom con su hermano, quien desde Argentina le cuenta de las próximas lecturas que le van a volar la cabeza en sus clases de literatura. «Los curas nunca paramos» dice el padre Fabio risueño; sus días son el síntoma de una labor que él reconoce es imposible de eludir. 

 

El ritmo de vida en sus últimos cuatro años lo ha marcado la precariedad y la sencillez del distrito Marovoay «Todos los días son distintos, pero no hay tiempo para pensar. Tienes que hacer y hacer y hacer. Debes estar dispuesto a lo que te traiga el día». Los afanes del mundo son un vértigo en el que ya no puede entrar fácilmente. Ha vuelto para visitar a su familia y descansar, con la certeza de que no le falta nada y no le faltará. Su mirada, vestida por unas ojeras profundas, encajan perfectamente en su sonrisa incansable, porque su decisión es una prueba de que se puede ser feliz sin tener nada, o por lo menos, solo teniendo ojeras. 

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Cuando empezó como seminarista, el padre Fabio estaba terminando su carrera de música en la Universidad Pedagógica Nacional. Su vida no iba a ser distinta a la de un docente o un guitarrista alcanzado por la precariedad; el sentido se le apareció en un paisaje de fracasos pintado de afán de plenitud, y enmarcado en una observación que no se le olvida: ver a los padres de la parroquia llenos de gozo en el servicio a los feligreses, en las confesiones, y en los días de encuentro con los pobres del barrio. Ese paisaje se realizó en el seminario. Un año después de iniciar su formación como seminarista, el carácter misional de la comunidad del seminario lo escogió al azar para iniciar la etapa más vital de su presbiterado: ir a Madagascar. 

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El padre Fabio insiste con plena convicción que lo que le ha sucedido no podría pasarle a cualquiera, porque no cualquiera podría ser médico, o periodista o abogado «el presbiterado es un llamado más sutil, más sublime. El presbiterado es como un mayordomo que abre y cierra la puerta, puede decirle a todo el mundo que siga. Yo con mis manos le abro o le cierro el cielo a una persona, así la otra persona no lo crea». A través de sus lentes, su mirada serena se aviva por las imágenes que selecciona de su experiencia «hay momentos del año en que tengo que ir a pueblos muy lejanos del distrito, son ochenta. Cuando me voy a caminar, normalmente tres o cuatro veces al año, entre quince y veinte días, es muy bonito. Uno se baña en el río si es posible, se come lo que se puede comer, vas a la letrina porque no hay baños. Es una vida de caminar. Estoy feliz porque no paro». 

 

Gerónimo en su rol de seminarista expresa su felicidad en términos de cansancio. Su vida es un cansancio vestido de novedad que, en perspectiva, no le agota. «Hay cosas nuevas todos los días. Yo no veo eso de la gente común; la gente se estresa, sufre por lo que vaya a pasar mañana. Yo estoy relajado, tranquilo. En lo que el Señor me dé, yo ya estoy contento». 

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El Señor le da una rutina desde las cinco de la mañana. Va a eucaristía a las siete de la mañana, se alista para sus clases de filosofía y teología, vuelve al seminario a limpiar habitaciones y zonas comunes mientras escucha reggaetón «Este seminario es más juvenil, decimos groserías, le decimos al que nos cae mal que nos cae mal, es una libertad distinta». Dos veces al año tiene que despertar a las tres de la madrugada para asistir al servicio especial en Cuaresma y Adviento.

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Gerónimo enfatiza con su cuerpo arqueado, su sonrisa disimulada en la comisura izquierda, y ese dejo de muchacho despreocupado, que él no es capaz de hacer nada si no es por la oración «Al final [la oración] es pedirle al Señor que nos ayude, porque no somos capaces… en medio de la crisis Dios me ayuda a mantenerme en un lugar donde yo jamás pensé estar. A veces es muy difícil, yo no entiendo por qué; pero lo más importante que le ayuda a uno a estar aquí es la oración. La oración no es aburrida, eso es para los beatos». 

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Hasta ese momento, ha pronunciado la palabra crisis varias veces. 

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La palabra crisis flota sobre la página de una libreta, su sonido crea un bache de tiempo que termina en las últimas palabras que pronuncia Gerónimo «no estoy allá para que me humillen». 

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Hasta ese momento, no ha vuelto a pronunciar la palabra crisis.

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En la parroquia de Santa Barbara, el padre Gregorio inicia la eucaristía presentando a los hermanos invitados, no pertenecen a la comunidad, pero son recibidos como si volvieran de un viaje que les hizo reanudar sus pasos, como si necesitarán saciar esa sed de patria. Es una fascinación distinta cada vez que llega un invitado, y se les aplaude al finalizar su intervención. En ocasiones son extranjeros, y en su mayoría, son de alguna región del país. A mi lado, una pareja está a la espera, silenciosos, concentrados, particularmente ataviados de modestia para celebrar que visitan a su hijo, un  seminarista. 

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«Mi hijo es el de allá, Juan José. No esperábamos que fuera tan rápido. A los tres días de haber dicho que sí, le dijeron que viniera al seminario. Eso no fue sino alistar todo y ya lo estaban recibiendo». Se impresionan de la extrema generosidad con que les han recibido en la parroquia donde Juan José sirve, y, a pesar del frío recio y nocturno de sábado de marzo en pleno centro de Bogotá, sus rostros de provincia aún mantienen el rubor de las tierras calientes del sur y la tranquilidad del deber cumplido. «Nos ha servido mucho que él esté allá [en el seminario], sentimos que debemos permanecer más unidos, más obedientes en la comunidad, y orar por él. Usted sabe que la tentación siempre está».   

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¿Podría ser la tentación la crisis? 

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El eco de Gerónimo interrumpe la pregunta, se reacomoda en la silla, acota el instante con un manotazo que es expiación y paréntesis. «El seminario no es una cárcel, usted siempre tiene su libertad de lo que usted quiere. Al final siempre está la moral: ¿por qué no me he ido? ¿hay algo que está mal? ¿De verdad me quiero ir porque no es para mí o es una decisión de momento? Fácil es entrar, lo difícil es salir.» 

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La crisis es el instante más intimo en que se quiere hallar sentido. 

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Gerónimo golpea varias veces la mesa “De vez en cuando me da la crisis” afirma como introducción a una anécdota: un día, su escozor de terminar con la voluntad de Dios se exacerbó, compró unos tiquetes para devolverse a Pereira, a su casa, fue al despacho del director del seminario y alegó “Sandino, ¡ya se acabó esta mierda!” Se ríe, sale de la euforia de la anécdota, vuelve en sus cabales y se burla de su momento de soberbia agravada. Más seguro de sí mismo, enmarca con sus manos su última declaración “el seminario no es el destino. Es un momento de esperar, como el crisol.” Vuelve a golpear la mesa, como queriendo despejar las dudas del mundo, como si el manotazo fuera la sentencia para dejar clara su vocación.

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En la Parroquía de las Aguas, antes de recibir a las señoras rezanderas, el padre Alessandro se despide entre disculpas y una duda tímida “quién sabe si estoy haciéndolo bien [ser sacerdote], pero lo intento, es una decisión que me toca tomar todos los días.”

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